¿La pena de muerte es un camino ético para lograr justicia?
El 10 de octubre es el Día Mundial contra la Pena de Muerte y recordamos el caso de George Stinney, ejecutado en la silla eléctrica a los 14 años.
Su historia pone un tema crítico sobre la mesa: en algunos casos, los ejecutados son inocentes.
Siendo solo un niño, con catorce años, George murió ajusticiado en la silla eléctrica, condenado por un crimen, sin pruebas ni testigos, y que, como se demostraría años después, era imposible que él hubiera cometido.
Pero George fue ejecutado sin defensa, sin familia y sin la más mínima humanidad.
Esta triste historia sucedió en Alcolu, una pequeña localidad de Carolina del Sur, en 1944, cuando el racismo y las leyes segregacionistas todavía imperaban en el sur de los Estados Unidos. Las vías del tren marcaban la frontera entre la zona de los blancos y las casas de los trabajadores negros de la localidad. Una mañana de marzo, dos niñas blancas, Betty June Binnicker y Mary Emma Thames, de 8 y 11 años, cruzaron estas vías con su bicicleta y se adentraron en la zona de los negros: querían buscar flores silvestres para hacer infusiones. Pocos metros más allá se encontraron con el joven George, de 14 años, que cuidaba la vaca de su familia. A George le preguntaron donde podían encontrar las plantas, el niño les dio las indicaciones y las dos pequeñas siguieron su camino.
El infierno se desató en la misma noche, cuando las familias de June y Mary Emma se alertaron al ver que las niñas no regresaban. Se organizó una búsqueda comunitaria en la que participó todo el pueblo, incluso el pequeño George. Pero no fue hasta la mañana siguiente cuando alguien encontró los cuerpos de las dos pequeñas a pocos metros de la Iglesia Bautista Misionera Green Hill, conocida como “la iglesia negra”. El informe del forense estableció que las dos chicas habían sido asesinadas a golpes: sus cabezas presentaban enormes contusiones realizadas con algún objeto pesado. Una de ellas también mostraba signos de abuso sexual. Unos metros más allá apareció el arma del crimen: una pesada viga de madera llena de sangre.
Pero la policía del condado pronto halló “al culpable”: pocas horas después del asesinato, detuvieron a George Stinney, quien inocentemente había relatado durante la búsqueda que se había encontrado a las niñas.
Esto le convertía, según la policía, en la última persona en tener contacto con las pequeñas y por tanto, en el sospechoso número uno de las muertes. Se lo llevaron a la comisaría y le sometieron a un interrogatorio durante el que estuvo solo con los agentes; ni un abogado, ni sus padres: nadie pudo acompañar a George.
Según declararon los agentes, le dieron al niño un helado, y este voluntariamente confesó el crimen. Según la policía, George declaró que había matado a la niña pequeña para violar a la mayor, y que luego también asesinó a esta.
Sin embargo, nunca hubo un registro escrito de esta supuesta confesión. Por el contrario: la hermana del chico, Amie, aseguraba que había estado en casa junto a ella. Pero Amie no pudo hablar: el mismo día de la detención, el padre de George fue despedido del aserradero en el que trabajaba y la familia entera tuvo que salir huyendo de la localidad por las amenazas recibidas.
El juicio duró menos de tres horas, y el jurado tardó menos de 10 minutos en emitir su veredicto: condena a muerte a la silla eléctrica
En 2019, la historia de George Stinney también ha sido narrada en la película 83 Days, del director Andrew Paul Howell, que ha recibido distintos premios en festivales de cine. La justicia y la verdad a veces se empeñan en limpiar las historias empañadas por algunos hombres, y ponerles un honroso punto y final. Afortunadamente, esto ha sucedido en el caso de George.
¿Crees que con la corrupción imperante en América Latina son realistas las demandas de quienes piden esta pena para algunas personas que cometen crímenes?
Comentarios
Publicar un comentario