La muerte de Pier Paolo Pasolini fue tan cruenta como una crucifixión. La noche del uno al dos de noviembre de 1975 un joven de diecisiete años llamado Giuseppe Pino Pelosi, al que apodaban “el Rana”, le apaleó brutalmente en un descampado de Ostia. Después pasó por encima de su cuerpo con el Alfa Romeo plateado que utilizaba el director de cine para recorrer los barrios marginales, buscando chaperos. Dejó su cuerpo convertido en una masa informe. La señora que lo encontró lo confundió inicialmente con los restos de un animal. “El Rana” alegó que se había negado a mantener relaciones sexuales con Pasolini y que eso provocó una riña con un desenlace trágico. Después de casi diez años de reclusión, Pelosi concedió varias entrevistas, insinuando que la Mafia, la Curia romana y la Democracia Cristiana habían urdido conjuntamente un complot para deshacerse de un personaje incómodo. Alberto Moravia habló en el funeral de Pasolini, confesando haber soñado con su amigo unos días antes. El escritor y director de cine le perseguía, pero “carecía de rostro”. La imagen parecía la premonición de algo horrible. No fue el único presagio fatal. Unas horas antes de morir Pasolini concedió una entrevista a Furio Colombo, declarando: “Todos estamos en peligro”. ¿Se refería a la simple incertidumbre existencial o algún tipo de amenaza concreta contra su vida? Pasolini siempre vivió al límite. Atrapado por contradicciones irresolubles, hambriento de experiencias nuevas e insatisfecho con sus logros artísticos. Osciló entre la amargura y el éxtasis. Su indiferencia hacia los tabúes, su talento para incomodar y su desprecio por los valores de la burguesía le situaron en una peligrosa tierra de nadie. Siempre tuvo un pie al borde del abismo. Su muerte parecía el inevitable corolario de una trayectoria marcada por los escándalos y los problemas con la justicia. Ninetto Davoli, que había alcanzado la fama apareciendo en las películas de Pasolini y del que se decía que era amante del director desde los quince años, comentó con frialdad poco después del asesinato: “¿Por qué asombrarse? En Roma se mata”.
El pasado dieciséis de noviembre murió Enrique Irazoqui. La noticia ha pasado desapercibida. Su efímero tránsito por el cine nunca lo convirtió en una estrella. Solo participó en cuatro películas. A los diecinueve años hizo de Jesús de Nazaret en El Evangelio según Mateo (lo de “san” lo añadió en España la censura franquista). Estrenada en 1964, escandalizó a los cristianos más conservadores. Durante el cuarto Festival Internacional de Cine de Venecia, un grupo de jóvenes fascistas insultó a los espectadores y arrojó octavillas. Sin embargo, la Oficina Internacional de Cine Católico dio su visto bueno: “El autor, de quien se dice que no comparte nuestra fe, ha dado pruebas de respeto y delicadeza en la elección de los textos y las escenas. Ha hecho una buena película, una película cristiana que produce una profunda impresión”. Pasolini dedicó El Evangelio según Mateo “a la feliz y familiar memoria de Juan XXIII”, promotor del Concilio Vaticano II. La nueva primavera vaticana impulsada por Francisco provocó que en 2015, con motivo del cincuenta aniversario del film, L’Osservatore Romano, periódico oficial de la Santa Sede, alabara su estilo “actual, práctico revolucionario”, ideal para atraer a los espectadores del mundo de hoy: “Es una película sobre una crisis, una obra maestra y, probablemente, la mejor película jamás hecha acerca de Jesús”.
¿Cómo se convirtió Enrique Irazoqui en el Jesús de Pasolini? A principios de los sesenta, Irazoqui viajaba por Italia buscando a intelectuales y artistas dispuestos a hablar en las universidades españolas sin cobrar por ello. Secretario general de un sindicato clandestino universitario de Barcelona, conoció en Roma a Rafael Alberti y se entrevistó con Pasolini. El director de cine le hizo pasar al salón de su casa y, tras observarle, exclamó: “¡He encontrado a Jesús! ¡Jesús está en mi casa!”. Irazoqui, que con el tiempo se dedicó al ajedrez y a la enseñanza de la literatura, nunca tuvo fe. Hace unos años apareció en mi muro de Facebook e ironizó porque yo utilizara su imagen de Jesús para ilustrar mis reflexiones sobre el Evangelio. No lo hizo con malicia, sino con el sano descaro de un espíritu libertario. Siempre se mantuvo fiel a sus convicciones izquierdistas y a su escepticismo religioso. Pasó por el mundo con discreción y sin histrionismos, pero será difícil olvidarlo. Su Jesús es el más humano que se ha filmado. Eso significa que fue el más cercano a ese Evangelio en el que él no creía. El arte es fecundo en paradojas.
Pasolini no fue discreto ni mesurado. Vehemente y polemista, votar a los comunistas no le impidió censurar la libertad sexual, afirmando que la promiscuidad era la antesala del terrorismo. Discutió con todos los intelectuales de su tiempo, desde Alberto Moravia hasta Natalia Ginzburg. Se opuso ferozmente al estalinismo, pero contempló con simpatía el regreso al mundo rural promovido por la Revolución cultural china. Luterano por su espíritu de protesta, corsario por sus feroces incursiones en el debate político y social, antiilustrado por odio al progreso y la economía de mercado, deploraba que los jóvenes se dejaran el pelo largo y elogiaba la castidad femenina. Definió el aborto como un “homicidio legalizado”, lo cual le costó que muchos de sus amigos de izquierdas le dieran la espalda. Su condena del aborto no era tanto una defensa de la vida como una exaltación del coito, un acto sagrado al que la sociedad de consumo había despojado de su trascendencia. Pasolini afirmaba que el consumismo es un nuevo ídolo “completamente irreligioso, totalitario, violento, falsamente tolerante, más bien, más represor que nunca, corruptor, degradante”. El fascismo había cambiado de apariencia, sustituyendo los desfiles con estandartes por las hileras de comercios que suscitaban una avidez irracional. Frente a la orgía consumista, reivindicaba la pobreza. Pensaba que los pequeños rateros de los suburbios eran los heraldos de una crisis que sacudiría los cimientos de la civilización europea. Se trataba de “un subproletariado precristiano, estoico, que impulsa en cierto modo a la acción, a luchar contra el mundo de la cultura superior, aunque solo sea para comer. De ahí nace la dureza, la delincuencia, la consciencia confusa de ciertos derechos”. Será uno de esos muchachos “estoicos” y “precristianos” quien acabe con su vida en circunstancias aún confusas.
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