La partida.


No puedo dormirme. La cama hace demasiado ruido cada vez que me muevo. Mi abuela insiste en que no es necesario llamar al cardador para ablandar el colchón le ha ido metiendo bolsas dentro del forro.Entre el elástico vencido de la parrilla de la cama y las bolsas, presiento que mi noche va a ser interminable. Aunque pensándolo bien, de todos modos estaría alerta aunque tuviera un colchón de plumas. Mi abuelo puede morir esta noche. Presiento que va a ser en cualquier momento, y me pregunto si soy yo quien debería estar acá.
Miro el pequeño estante largo que hay encima de la cama. Me incorporo un poco y tomo una caja de fibra trenzada, bordada con cuentas descoloridas. El ruido del bolserío es infernal. Igualmente nadie se despierta. Voy a abrir la caja. Tengo miedo de encontrar lo que sé que hay allí. Cada sábado que me he quedado a dormir, desde que me acuerdo, en este apartamento, he abierto la caja esperando que alguien operara el milagro. La abro. Allí está. Es una pequeña cabeza de goma con pelo muy largo, pelirrojo.La carita de la muñeca es perfecta. Los labios rojos, los ojos pintaditos, La coloco en el dedo como si fuera un títere, tal como lo hice tantas veces. La muevo, le doy vida una vez más. La saludo como antes, y ella me responde con una reverencia. Durante años le pregunté a mi abuela por su cuerpo, piernas y brazos. Siempre me decía que estarían por allí, pero nunca aparecieron. Las busqué por todas las cajitas que tuve al alcance de mi mano y aún las mas altas. Las había de vidrio, de madera tallada, cuadradas y redondas, también algunas de metal lisas o con incrustaciones de imágenes de porcelana. Me fui encontrando con pelotitas, pelusas, un boleto de tranvía, una caravana y un boleto quemado. Solo paré de buscar el resto de la muñeca cuando trepada en un banco del baño, intentando vichar en la única caja que no había explorado, me encontré con la dentadura de mi abuelo en un liquido viscoso y decidí abandonar la búsqueda, aterrorizada. Ahora ya no la usa. Simplemente se queda con sus encías romas.
Mi abuelo no está enfermo. Solo decidió que noventa y pico de años son suficientes y declaró que no quiere vivir más. Es tan lógico su planteo y tan insoportable...Dice que está cansado. Y no se muere por más que quiera. No come desde ayer, para ver si apura el asunto. Me sigo preguntando si seré yo quien tiene que estar acá.
En este tiempo intenso que he pasado a su lado, me ha ido contando muchas cosas, retazos, flashes de su vida, de sus hermanas, y de su historia, que también es la mía. Ha sido como una sucesión de fotos siempre desordenadas, a veces nítidas, otras semiveladas donde apenas distingo personajes y miradas. Escucho atentamente. Necesito registrar cada guiño, cada silencio, todas las carcajadas y así poder ir acomodando filos, curvas, y hendiduras de las piezas de este rompecabezas que será siempre inconcluso.
Lo cierto es que voy tejiendo una trama y con ella hilvanando algunos recuerdos que flotan como sueños sueltos.
Me levanto despacio. Saco la cabeza de la muñeca pelirroja de mi dedo y la mira una vez más. Vuelve a parecerme perfecta. La guardo en la caja. Sé que nunca voy a encontrar ese cuerpo. ¿La cabeza será para siempre la que comande? A mi abuelo Salvador, en cambio, la suya le falla de a ratos. Es como que le quedara el cerebro fuera de servicio. Entonces llama a su madre. Es difícil, para mí, escucharlo. Un señor de más de noventa años, mi abuelo, lloriqueando como un niño, llamando a su mamá. Por momentos la nombra como «Angélica» y vuelvo a imaginarla como él me la describió, con trece años, rumbo a América.
Capítulo I. La partida.
Andrea di Candia.

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