La casa de los abuelos.


Mañanas de juegos sin contrarios, 

tardes de calle sin complejos, 

noches al fresco sin horarios…

voces que te recogen a lo lejos.

Puerta abierta y sin timbre, 

sólo la aldabilla te impide entrar, 

gritas en voz alta la palabra ¡ABUELA!

y “hasta el fondo” puedes pasar.

Galería que da luz a través de unas persianas, 

con sillones orejeros junto a sillas de ballón,

mesa-camilla de tarima y con enagua,

badila y alambrera para el brasero de picón.

Reloj sincronizado “con el parte de la uno”,

esa radio con un solo locutor, 

paredes inundadas de familia,

y teles que encienden con un alternador.

Tapetes de ganchillo para la mesa, 

tapetes de ganchillo para el sofá, 

tapetes de ganchillo para la tele,…

tapetes de ganchillo para recordar.

Cocina de cerillas, hornillo y cazo; 

alacenas de cortina y con panera, 

para la sed un buen botijo de barro,

y pocos caprichos en la nevera.

Alcobas de forja y de madera, 

palanganas y orinal de porcelana, 

colchones de espuma en buena tela,

crucifijos por encima de la cama.

Patios repletos de macetas, 

corrales rebosantes de colores, 

paredes marcadas por las grietas… 

y la cal teñida por las flores.

A la sombra del naranjo o limonero, 

las jaulas con los pájaros formando gresca, 

el cubo, la cuerda y tirar de brazos…

para sacar del pozo el agua fresca.

Naves al fondo que son trasteros, 

con tinajas, con baúles y utensilios; 

un lugar con imán para los nietos…

en donde viajabas sin moverte del sitio.

Hogares repletos de cariño

y de penas teñidas por el luto; 

casas levantadas con esfuerzo,

para que toda la familia esté a gusto. 

Viviendas donde los consejos educan,

donde unos corazones siempre te aman,

donde la mirada de una abuelo es la que alivia 

y las palabras de un abuela las que calman. 

Ahí lo dejo…

Escrito por Alfonso Marín.

Fotografía Enrique Vázquez Oria

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