Profunda siesta de Remi.
Venían ya. Había imaginado muchas veces los pasos, distantes y livianos y después densos y próximos, reteniéndose algo en los últimos metros como una última vacilación. La puerta se abrió sin que hubiera oído el familiar chirrido de la llave; tan atento estaba esperando el instante de incorporarse y enfrentar a sus verdugos.
La frase se construyó en su conciencia antes de que los labios del alcaide la modularan. Cuántas veces había sospechado que solamente una cosa podía ser dicha en ese instante, una simple y clara cosa que todo lo contenía. La escuchó:
—Es la hora, Remi.
La presión en los brazos era firme pero sin maligna dureza. Se sintió llevado como de paseo por el corredor, miró desinteresado algunas siluetas que se prendían a las rejas y cobraban de pronto una importancia inmensa y tan terriblemente inútil, sola importancia de ser siluetas vivas que aún se moverían por mucho tiempo. La cámara mayor, nunca vista antes (pero Remi la conocía en su imaginación y era exactamente como la había pensado), una escalera sin apoyos porque con él ascendía el apoyo lateral de los carceleros, y arriba, arriba…
Sintió el redondo dogal, lo soltaron bruscamente, se quedó un instante solo y como libre en un gran silencio lleno de nada. Entonces quiso adelantarse a lo que iba a suceder, como siempre y desde chico adelantarse al hecho por vía de reflexión; meditó en el instante fulmíneo las posibilidades sensoriales que lo galvanizarían un segundo después cuando soltaran la escotilla. Caer en un gran pozo negro o solamente la asfixia lenta y atroz o algo que no lo satisfacía plenamente como construcción mental; algo defectivo, insuficiente, algo…
Hastiado, retiró del cuello la mano con la cual había fingido la soga jabonada; otra comedia estúpida, otra siesta perdida por culpa de su imaginación enferma. Se enderezó en la cama buscando los cigarrillos por el solo hecho de hacer alguna cosa; todavía le quedaba en la boca el sabor del último. Encendió el fósforo, se puso a mirarlo hasta casi quemarse los dedos; la llama le bailaba en los ojos. Después se estudió vanamente en el espejo del lavabo. Tiempo de bañarse, hablarle a Morella por teléfono y citarla en casa de la señora Belkis. Otra siesta perdida; la idea lo atormentaba como un mosquito, la apartó con esfuerzo. ¿Por qué no acababa el tiempo de barrer esos resabios de infancia, la tendencia a figurarse personaje heroico y forjar en la modorra de febrero largos acaeceres donde la muerte lo esperaba al pie de una ciudad amurallada o en lo más alto de un patíbulo? De niño: pirata, guerrero galo, Sandokan, concibiendo el amor como una empresa en la que sólo la muerte constituía trofeo satisfactorio. La adolescencia, suponerse herido y sacrificado —¡revoluciones de la siesta, derrotas admirables donde algún amigo dilecto ganaba la vida a cambio de la suya!—, capaz siempre de entrar en la sombra por el escotillón elegante de alguna frase postrera que le fascinaba construir, recordar, tener lista… Esquemas ya establecidos: a) la revolución donde Hilario lo enfrentaba desde la trinchera opuesta. Etapas: toma de la trinchera, acorralamiento de Hilario, encuentro en clima de destrucción, sacrificio al darle su uniforme y dejarlo marchar, balazo suicida para cubrir las apariencias, b) Salvataje de Morella (casi siempre impreciso); lecho de agonía —intervención quirúrgica inútil— y Morella tomándole las manos y llorando; frase magnífica de despedida, beso de Morella en su frente sudorosa, c) Muerte ante el pueblo rodeando el cadalso; víctima ilustre, por regicidio o alta traición, Sir Walter Raleigh, Alvaro de Luna, etc. Palabras finales (el redoblar de los tambores apagó la voz de Luis XVI), el verdugo frente a él, sonrisa magnífica de desprecio (Carlos I), pavor del público vuelto a la admiración frente a semejante heroísmo.
De un ensueño así acababa de tornar —sentado en el borde de la cama se seguía mirando en el espejo, resentido— como si no tuviera ya treinta y cinco años, como si no fuera idiota conservar esas adherencias de infancia, como si no hiciera demasiado calor para imaginar semejantes trances. Variante de esa siesta: ejecución en privado, en alguna cárcel londinense donde cuelgan sin muchos testigos. Sórdido final, pero digno de paladearse despacio; miró el reloj y eran la cuatro y diez. Otra tarde perdida…
¿Por qué no charlar con Morella? Discó el número, sintiendo que le quedaba aún el mal gusto de las siestas y eso que no había dormido, solamente imaginado la muerte como tantas veces de chico. Cuando descolgaron el tubo del otro lado, a Remi le pareció que el «Haló!» no lo decía Morella sino una voz de hombre y que había un sofocado cuchicheo al contestar él: «¿Morella?», y después su voz fresca y aguda, con el saludo de siempre sólo que algo menos espontáneo precisamente porque a Remi le llegaba con una espontaneidad desconocida.
De la calle Greene a lo de Morella diez cuadras justas. Con un auto dos minutos. ¿Pero no le había dicho él: «Te veré a las ocho en lo de la señora Belkis»? Cuando llegó, casi tirándose del taxi, eran las cuatro y cuarto. Entró a la carrera por el living, trepó al primer piso, se detuvo ante la puerta de caoba (la de la derecha viniendo de la escalera), la abrió sin llamar. Oyó el grito de Morella antes de verla. Estaban Morella y el teniente Dawson, pero solamente Morella gritó al ver el revólver. A Remi le pareció como si el grito fuera suyo, alarido quebrándose de golpe en su garganta contraída.
El cuerpo cesaba de temblar. La mano del ejecutor buscó el pulso en los tobillos. Ya se iban los testigos.
[1939]
© Julio Cortázar: Profunda siesta de Remi. Publicado en La otra orilla, 1994
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