Nostalgia del futuro.
Captura de «Las misteriosas exploraciones de Jasper Morello» (A. Lucas, 2005)
A veces nos toma la melancolía como una nostalgia del futuro. ¿Hasta dónde alcanzaremos a ver? Hacia atrás están el imperio romano, la cultura maya, las pinturas de Leonardo, las pirámides, y tanto de todo lo que cabe en los museos. Hacia atrás están las guerras de otros, el azar de otros y casi todos los libros que admiramos. De atrás podemos elegir a placer sólo eso que placer pueda darnos: Mozart, los Beatles, Pérez Prado. Atrás está Sancho Panza y está la Inquisición, pero uno puede decir con quién se queda. El pasado, con todo y el diluvio, el arca que salvó a las jirafas, las canicas que usaba Demóstenes para entrenar sus discursos, los zapatos con que les encogían los pies a las mujeres japonesas, la hoguera para las brujas, los postres de mi abuela, no depende de nosotros. En cambio en el futuro, eso creemos, hay algo aún unido a nuestro afán. Aunque sólo sea un poco, aunque sólo sea el ansia de verlo tanto tiempo como posible sea.
Se me antoja el futuro. Igual que a tantos. Y no han de faltar quienes por eso nos crean locos. Medio mundo piensa que será tan negro como negro ven el presente. No es buena idea contar nuestros días sólo como presentimiento del mañana. Menos ahora. Hay que ponerse a hacer la vida, como la mayoría, para hornear el pan diario, el trabajo de cada mediodía. Sin embargo, se me antoja el futuro. ¿Cómo serán los coches? ¿Aún existirán? ¿O cualquiera podrá meterse dentro del celular, y aparecer con él en otra parte? ¿Y será que si un botón se aprieta mal la gente irá a parar quién sabe en dónde, igual que se fue toda mi información, hace dos días? ¿Será posible que, alguna vez, logre alguien evitar los aeropuertos? ¿Qué habrá que no veremos? Mi abuelo murió con semejante pregunta entre los ojos, rodeado de los más avanzados aparatos electrónicos. Era 1974 y se acababa de comprar el último modelo de una máquina de escribir eléctrica. Sin duda hubiera visto el cielo en un iPad. Pero ya no le tocó. Sin embargo, hubo en el futuro de su infancia el paso del burro al jet y del infatigable dolor de muelas a la paz de una aspirina. Y hubo sus bisnietos como habrá los míos. Aunque parte de mi actual melancolía tenga que ver con mi presentimiento de que no habré de verlos. ¿Qué más no veremos? Tengo nostalgia del futuro, justo ahora que tantos le tienen miedo. Traigo un deseo de madrugada que no espante. Un deseo de presente que no nos intimide.
En mi pasado hubo diez mandamientos y siete pecados capitales. Me cuidé de seguir unos y evitar otros. “Honrarás a tu padre y a tu madre”, encantada. “No matarás”, de ninguna manera. “No fornicarás”, claro que sí. “Contra gula, templanza”, depende. “Contra avaricia, largueza”, no tuve reparos.
Estaba en paz, a los veinte años, con mi certeza de que ser una pecadora promedio era ser una santa. En paz estaba cuando llegué a unos ejercicios espirituales de ésos a los que íbamos más para departir que para confesarnos, y entonces apareció en mi presente de esos años un jesuita iluminado que se inventó para nuestro infortunio el célebre pecado de omisión. Qué manera de amargarnos la vida tuvo ese hombre que se decía de Dios y debió serlo, porque en su nombre nos molestó el ánimo tanto como pudo. Así que no bastaba con obedecer los mandamientos para tener la conciencia en paz, había que cargar no sólo con el mal que hacíamos sino con el bien que no hacíamos. ¡Santo cielo! Ese mismo día hubo que empezar a reprocharse algo, a sentirse ladrona en cada esquina. Si esta mujer pide limosna, ¿yo con qué cara voy a buscar mi comida corrida? ¿Con qué derecho? ¿Cuál omisión habré cometido para que esto suceda? Ninguna, creo ahora. Pero no lo supe entonces ni me sirvió perder la fe religiosa para no cargar con la culpa de la omisión. En la Facultad de Ciencias Políticas también había oradores sentenciando a los omisos. Cualquier desliz podía considerarse falta de compromiso con las mejores causas. ¿Así que te dieron una beca? ¿A quién no se la dieron?
Y de ahí hasta hace poco. La culpa como una lápida y el presente como la ignominia de no estar construyendo un futuro digno para toda la humanidad. De ahí a pensar que el presente y el futuro estaban en nuestras manos y que todos los males del mundo andaban ahí porque no éramos capaces de evitarlos, porque les dábamos entrada con nuestras omisiones. ¡Horror al crimen!, cuántas noches me arruiné culpándome por los males del mundo que ahora por fin sé, no son mi culpa. Ni está en mí evitar. De mí, de cada quien sólo depende, diría el poema que decía mi suegra: el mal que se economiza y el bien que se puede hacer. No puedo yo, ni ustedes, ni la revista nexos, ni todos los líderes de opinión, ni la comunidad de almas pías, ni Skywalker, detener de un día para otro este horror de los cincuenta mil muertos con el que nos agobiamos todos los días. Ni yo tengo la culpa ni la tienen ustedes.
Diré que eso creo, porque al perder la culpa gané la duda. Lo cual, diría sor Juana, es menos mal, mas no menor enfado. Con todo, tengo nostalgia del futuro. Algo habrá de pasar, algo se ha de conseguir. De a poco. Igual que con la democracia desportillada que tanto ninguneamos, pero que tanto costó. Así como la ven, jóvenes lectores y adultos desmemoriados, tener a Fernández Noroña escupiendo en el Congreso, tanto como se le da la gana, en vez de tenerlo desaparecido en algún separo del Campo Militar Número 1, es un logro de seres apacibles y sabios como Carlos Pereira. Y es un logro que debemos celebrar en el futuro de los años setenta que es este presente. Porque cuando todo era silencio, algo estaba muy mal aunque no se dijera por todo lo alto y no hubiera publicación que lo cantara todos los días. Algo era peor en ese pasado de lo que es este presente que tanto nos agobia. ¿Estoy contradiciendo las lunas del mes pasado? Un poco sí. El silencio no siempre es respeto. Exageré. Y ya dije que la duda es lo mío. Entre tanta certeza, un acertijo. Y una persuasión: se me antoja el futuro para dormir una siesta y ver la tele sin el pendiente de la patria en vilo. Un paseo por el mar quiero en mitad de la tormenta. ¿Qué dirían de mí el jesuita y el maestro de economía? Empeñada estoy, necia de mí como tantos son necios, en que ha de haber la calma aunque no estemos para verla. Por lo pronto querría yo no mirar la cara del mal. Pero imposible. Va uno tratando de ver para otra parte hasta que de tanto voltearle la cara al espanto caemos en una espiral que casi parece el vacío. Empieza uno por negarse a las imágenes de la muerte en los noticieros de la tele y las fotos de los periódicos, por huir de los análisis apocalípticos, de los locutores desgarrados y las conversaciones empeñadas en encontrarle pus a todo, y acaba uno corriendo el riesgo de no poder hablar sin sentir culpa.
Hablar, por ejemplo, de la luna de hoy, del sol de mañana, de las jacarandas que no tardan en iluminarse, de la cantidad de gente que sigue su quehacer como si nada, ésa sí, empeñada en el bien y las estrellas, parece la peor de las ingenuidades. Decir qué claro amaneció, hoy no hace frío, este guiso es una delicia, ¿es negarse a ver la realidad?
¿Es pecado? Todo indica que sí. A veces, ni cómo escapar de los cincuenta mil muertos, de esta ingrata sensación de que todos los matamos. Aunque haya detrás de ella una equívoco del tamaño del pecado de omisión. Debe ser por eso que dejé entrar la melancolía a este febrero en el que faltan Ricardo Legorreta y Pedro Armendáriz. Dos pasiones de futuro, cuya herencia ha de albergarnos de por vida.
Ángeles Mastretta.
A veces nos toma la melancolía como una nostalgia del futuro. ¿Hasta dónde alcanzaremos a ver? Hacia atrás están el imperio romano, la cultura maya, las pinturas de Leonardo, las pirámides, y tanto de todo lo que cabe en los museos. Hacia atrás están las guerras de otros, el azar de otros y casi todos los libros que admiramos. De atrás podemos elegir a placer sólo eso que placer pueda darnos: Mozart, los Beatles, Pérez Prado. Atrás está Sancho Panza y está la Inquisición, pero uno puede decir con quién se queda. El pasado, con todo y el diluvio, el arca que salvó a las jirafas, las canicas que usaba Demóstenes para entrenar sus discursos, los zapatos con que les encogían los pies a las mujeres japonesas, la hoguera para las brujas, los postres de mi abuela, no depende de nosotros. En cambio en el futuro, eso creemos, hay algo aún unido a nuestro afán. Aunque sólo sea un poco, aunque sólo sea el ansia de verlo tanto tiempo como posible sea.
Se me antoja el futuro. Igual que a tantos. Y no han de faltar quienes por eso nos crean locos. Medio mundo piensa que será tan negro como negro ven el presente. No es buena idea contar nuestros días sólo como presentimiento del mañana. Menos ahora. Hay que ponerse a hacer la vida, como la mayoría, para hornear el pan diario, el trabajo de cada mediodía. Sin embargo, se me antoja el futuro. ¿Cómo serán los coches? ¿Aún existirán? ¿O cualquiera podrá meterse dentro del celular, y aparecer con él en otra parte? ¿Y será que si un botón se aprieta mal la gente irá a parar quién sabe en dónde, igual que se fue toda mi información, hace dos días? ¿Será posible que, alguna vez, logre alguien evitar los aeropuertos? ¿Qué habrá que no veremos? Mi abuelo murió con semejante pregunta entre los ojos, rodeado de los más avanzados aparatos electrónicos. Era 1974 y se acababa de comprar el último modelo de una máquina de escribir eléctrica. Sin duda hubiera visto el cielo en un iPad. Pero ya no le tocó. Sin embargo, hubo en el futuro de su infancia el paso del burro al jet y del infatigable dolor de muelas a la paz de una aspirina. Y hubo sus bisnietos como habrá los míos. Aunque parte de mi actual melancolía tenga que ver con mi presentimiento de que no habré de verlos. ¿Qué más no veremos? Tengo nostalgia del futuro, justo ahora que tantos le tienen miedo. Traigo un deseo de madrugada que no espante. Un deseo de presente que no nos intimide.
En mi pasado hubo diez mandamientos y siete pecados capitales. Me cuidé de seguir unos y evitar otros. “Honrarás a tu padre y a tu madre”, encantada. “No matarás”, de ninguna manera. “No fornicarás”, claro que sí. “Contra gula, templanza”, depende. “Contra avaricia, largueza”, no tuve reparos.
Estaba en paz, a los veinte años, con mi certeza de que ser una pecadora promedio era ser una santa. En paz estaba cuando llegué a unos ejercicios espirituales de ésos a los que íbamos más para departir que para confesarnos, y entonces apareció en mi presente de esos años un jesuita iluminado que se inventó para nuestro infortunio el célebre pecado de omisión. Qué manera de amargarnos la vida tuvo ese hombre que se decía de Dios y debió serlo, porque en su nombre nos molestó el ánimo tanto como pudo. Así que no bastaba con obedecer los mandamientos para tener la conciencia en paz, había que cargar no sólo con el mal que hacíamos sino con el bien que no hacíamos. ¡Santo cielo! Ese mismo día hubo que empezar a reprocharse algo, a sentirse ladrona en cada esquina. Si esta mujer pide limosna, ¿yo con qué cara voy a buscar mi comida corrida? ¿Con qué derecho? ¿Cuál omisión habré cometido para que esto suceda? Ninguna, creo ahora. Pero no lo supe entonces ni me sirvió perder la fe religiosa para no cargar con la culpa de la omisión. En la Facultad de Ciencias Políticas también había oradores sentenciando a los omisos. Cualquier desliz podía considerarse falta de compromiso con las mejores causas. ¿Así que te dieron una beca? ¿A quién no se la dieron?
Y de ahí hasta hace poco. La culpa como una lápida y el presente como la ignominia de no estar construyendo un futuro digno para toda la humanidad. De ahí a pensar que el presente y el futuro estaban en nuestras manos y que todos los males del mundo andaban ahí porque no éramos capaces de evitarlos, porque les dábamos entrada con nuestras omisiones. ¡Horror al crimen!, cuántas noches me arruiné culpándome por los males del mundo que ahora por fin sé, no son mi culpa. Ni está en mí evitar. De mí, de cada quien sólo depende, diría el poema que decía mi suegra: el mal que se economiza y el bien que se puede hacer. No puedo yo, ni ustedes, ni la revista nexos, ni todos los líderes de opinión, ni la comunidad de almas pías, ni Skywalker, detener de un día para otro este horror de los cincuenta mil muertos con el que nos agobiamos todos los días. Ni yo tengo la culpa ni la tienen ustedes.
Diré que eso creo, porque al perder la culpa gané la duda. Lo cual, diría sor Juana, es menos mal, mas no menor enfado. Con todo, tengo nostalgia del futuro. Algo habrá de pasar, algo se ha de conseguir. De a poco. Igual que con la democracia desportillada que tanto ninguneamos, pero que tanto costó. Así como la ven, jóvenes lectores y adultos desmemoriados, tener a Fernández Noroña escupiendo en el Congreso, tanto como se le da la gana, en vez de tenerlo desaparecido en algún separo del Campo Militar Número 1, es un logro de seres apacibles y sabios como Carlos Pereira. Y es un logro que debemos celebrar en el futuro de los años setenta que es este presente. Porque cuando todo era silencio, algo estaba muy mal aunque no se dijera por todo lo alto y no hubiera publicación que lo cantara todos los días. Algo era peor en ese pasado de lo que es este presente que tanto nos agobia. ¿Estoy contradiciendo las lunas del mes pasado? Un poco sí. El silencio no siempre es respeto. Exageré. Y ya dije que la duda es lo mío. Entre tanta certeza, un acertijo. Y una persuasión: se me antoja el futuro para dormir una siesta y ver la tele sin el pendiente de la patria en vilo. Un paseo por el mar quiero en mitad de la tormenta. ¿Qué dirían de mí el jesuita y el maestro de economía? Empeñada estoy, necia de mí como tantos son necios, en que ha de haber la calma aunque no estemos para verla. Por lo pronto querría yo no mirar la cara del mal. Pero imposible. Va uno tratando de ver para otra parte hasta que de tanto voltearle la cara al espanto caemos en una espiral que casi parece el vacío. Empieza uno por negarse a las imágenes de la muerte en los noticieros de la tele y las fotos de los periódicos, por huir de los análisis apocalípticos, de los locutores desgarrados y las conversaciones empeñadas en encontrarle pus a todo, y acaba uno corriendo el riesgo de no poder hablar sin sentir culpa.
Hablar, por ejemplo, de la luna de hoy, del sol de mañana, de las jacarandas que no tardan en iluminarse, de la cantidad de gente que sigue su quehacer como si nada, ésa sí, empeñada en el bien y las estrellas, parece la peor de las ingenuidades. Decir qué claro amaneció, hoy no hace frío, este guiso es una delicia, ¿es negarse a ver la realidad?
¿Es pecado? Todo indica que sí. A veces, ni cómo escapar de los cincuenta mil muertos, de esta ingrata sensación de que todos los matamos. Aunque haya detrás de ella una equívoco del tamaño del pecado de omisión. Debe ser por eso que dejé entrar la melancolía a este febrero en el que faltan Ricardo Legorreta y Pedro Armendáriz. Dos pasiones de futuro, cuya herencia ha de albergarnos de por vida.
Ángeles Mastretta.
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