La madre de Frankestein.

"En memoria de todas esas mujeres que no pudieron atreverse a tomar sus propias decisiones sin que las llamaran putas, que pasaron directamente de la tutela de sus padres a la de sus maridos, que perdieron la libertad en la que habían vivido sus madres para llegar tarde a la libertad en la que hemos vivido sus hijas".
Con esta nota final, Almudena Grandes cierra La madre de Frankenstein, la quinta novela de sus Episodios de una guerra interminable, que transcurre en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos. El motor de la narración es la impactante historia de Azucena Martínez Carballerira. Este fragmento nos acerca un diálogo entre su psiquiatra, y María Castejón, la enfermera que lee para ella, que pasa sus últimos años casi totalmente ciega.
“– Yo leía esos libros cuando era pequeño – al doctor Velázquez se le iluminó la cara de pronto -. Me gustaban mucho. Tengo que preguntarle a mi madre dónde están, aunque a lo mejor…- se calló, se quedó pensando -. Igual tuvo que venderlos después de…
-Bueno – seguí hablando para sacarle del atolladero -, yo también había leído muchos. Doña Aurora se llevó a Ciempozuelos los que habían sido de Hildegart, y como sabía que eran para niños, empecé por ahí para que don Tomás no pensara mal de mí. Había uno que no había leído, El hombre que vendió su sombra, y me encantó, aunque ya había leído otros parecidos, de hacer tratos con el demonio y eso… Yo creo que lo que me gustó fue volver a leer, fíjese, volver a estar tumbada en una cama con un libro entre las manos. No se puede imaginar lo bien que me sentó. Mientras limpiaba y fregaba y hacía los baños, pensar en eso me ponía de buen humor. Y como los libros de Araluce eran muy pequeñitos, los metía debajo del colchón y doña Prudencia no se enteraba de nada, porque de eso Rosarito no se chivó, claro. Pero cuando me terminé todos los que había en la parroquia de esa colección…
En ese momento me arrepentí de haber empezado a hablar tan alegremente, fíjate. Y mira que había pasado el tiempo, y que yo ya estaba bien, y que el doctor Velázquez me gustaba, que no es que estuviera pensando yo en cosas raras, pues no faltaba más que eso, como si no hubiera tenido bastante ya, pero vamos, que estar aquella noche en casa del doctor Méndez, me gustaba. Me lo estaba pasando muy bien, mucho mejor de lo que esperaba y, sin embargo, durante un instante me arrepentí de haber ido a la fiesta, de haberme sentado a su lado, de haberle contado tantas cosas, porque es que no quería ni acordarme de Alfonso Molina, de cómo era cuando le conocí, de por qué me compré el vestido que llevaba puesto.
- ¿Qué pasó entonces, María?
(…)
-Pues lo que pasó – dije cuando volví a sentarme a su lado - fue que cuando me acabé lo que había de Araluce, me leí Los miserables, de Víctor Hugo, ¿sabe, no? – asintió con la cabeza y sonrió, porque no sólo conocía el libro sino que además, lo que iba a decir yo a continuación. Por eso le he dicho antes que yo creo que ni don Tomás ni doña Albertina tenían mucha idea de los libros que había allí, porque ninguno de los dos los había leído. Los miserables era un tomazo, claro, no podía meterlo debajo de la cama. Todas las noches tenía que hacer gimnasia, arrimar una silla al armario, abrir la maleta sin bajarla del maletero, sacar el libro y, por la mañana, cuando sonaba el despertador, guardarlo antes de lavarme la cara siquiera. Pero me daba igual porque me gustaba mucho y ya estaba un poco cansada de libros para niños, la verdad. Los jueves, cuando íbamos al Retiro, lo llevaba en el bolso, que tengo uno grande, de tela, de esos que llevan un aro de madera para agarrarlos, que me hizo Rosarito. Y mientras ella paseaba con Antonio, yo me sentaba en un banco y leía, y así adelantaba, porque por las noches se me cerraban los ojos de sueño, me quedaba frita aunque no quisiera… Luego Rosarito rompió con su novio y se enfadó conmigo. Me decía que era una aburrida, pero no dejé de leer y se acabó acostumbrando. Se compraba una bolsa de pipas y se las iba comiendo hasta que se le acercaba un soldado, y así, hasta que se reconcilió con Antonio… Total que cuando se terminó Los miserables, como ya había aprendido a esconder tomos gordos, empecé con las Obras Completas de Pérez Galdós, que también habían sido del marido de doña Albertina.
-Pues muy barato no sería- el doctor Velázquez sonrió.
--¿Verdad que no? Eso pensé yo cuando me leí Tormento, que fue la primera y me encantó, pero tanto, tanto, tanto… Lo bueno de Galdós era que no se acababa nunca. Esos seis tomos tan gordos, ¡qué gusto! El caso es que doña Aurora también los tenía pero claro, cuando yo iba a su cuarto a leer, era muy pequeña y me gustaban otras cosas. Total, que en el verano de 1949 los señores me dieron dos semanas de vacaciones, que las del año anterior se las habían comido, porque como empecé a trabajar para ellos en septiembre del 47, dijeron que no me tocaban, pero en agosto del 49 me fui quince días a Ciempozuelos, con permiso de las monjas, claro está, y me llevé uno de los tomos de las novelas de Galdós de la parroquia. Me metí en el cuarto donde está ahora mi abuela, ese que tiene una forma tan rara, en el Sagrado Corazón, y aunque ella me interrumpía mucho, y me pedía que la ayudara cada dos por tres, me leí Fortunata y Jacinta dos veces seguidas. Es que cuando la terminé no me apetecía leer ninguna otra cosa, así que me la empecé otra vez. Y no me arrepentí, no crea, me pareció un libro maravilloso.”


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