Dragones.

 A través de las fábulas de nuestra tradición, estamos acostumbrados a la imagen cristiana del dragón malo, asociado a Satanás, devorador de vírgenes. Pero el dragón es mucho más, es el guardián del umbral, del instinto, el enemigo primordial. Es el custodio de tesoros, de mirada vigilante, dotado de una fuerza prodigiosa. Es el símbolo de la unión entre tierra y cielo, destructor y fecundo donador de lluvia, en un papel que lo asocia a las aguas, a la feminidad, al mundo subterráneo.
Con frecuencia el dragón entra en la simbología alquímica: vencer al dragón significa rehacer al hombre apasionado e instintivo para llegar al otro de amor, en un proceso de continua purificación. En Occidente, matarlo significa victoria, cortarle la cabeza (o las cabezas), en analogía con el falo, es símbolo de poder supremo y representa la meta final, el éxito máximo. En el extremo Oriente, donde el dragón constituye el mejor sueño de felicidad y Suerte, la situación es inversa: se cuenta, por ejemplo; que la madre de un gran emperador chino, antes de su concepción, soñó que un dragón la penetraba.
—Laura Tuan



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