Los dioses que civilizan (fragmento)
"Esta misma carencia de estatuas me ha hecho pensar en los escultores, nobles corazones, que tallan en la roca viva la historia de los pueblos.
Soy admirador apasionado de la escultura, encuentro en el relieve del mármol, en las nerviosidades del cincel, en los bruscos golpes del martillo, algo que hace falta aun en las pinturas más hermosas.
Muchas veces, en un taller del cual espero grandes obras, me he pasado largas y lentas horas de pie junto a un trozo de arcilla, observando, admirado, el impulso vigoroso de la mano, las caricias suaves de la espátula o la presión húmeda del dedo, y viendo surgir figuras graves e imponentes como el Moisés, olímpicas como la Venus de Milo, o soñadoras como casi todas las estatuas de la nueva generación de Diosas. Impresiona sobremanera esa lucha tenaz y porfiada del hombre con el ideal, y ningún triunfo es comparable al del escultor que crea una figura humana a golpes de cincel o con la simple tortura de un trozo de madera.
Quien ha vivido un poco esa vida en que todo se espera de la cabeza, en donde el corazón es luz y vida el pensamiento; los que conocen las amarguras de la esterilidad y han estado muchas horas, a veces un día entero, frente a un modelo, soportando las veleidades de la arcilla, impotentes, fatigados, comprenderán la belleza, el placer intenso de esos hombres, cuando triunfa la mano y la idea se hace mujer, ángel, Dios.
Al hablar de ellos, se enciende la pluma... Quiero, más bien, llegar fríamente a esa conclusión inexplicable de la desgracia de los artistas, especialmente de los escultores.
Se realiza con más facilidad una tela que una estatua, y por lo general, rara vez se compensan las fatigas que origina una composición en mármol. Se paga el trabajo; pero no se pagan las angustias del artista, que aguarda por momentos que el ideal lo traicione. Para una estatuilla, ¡cuánto derroche de espíritu! "
(“Disinganno”, 1757), de Francesco Queirolo.
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