La chica de la ventana

Hay pocas palomas en Strasbourg. Desde luego, muchas menos que en Barcelona o París. Será cosa del frío o de los cuervos que imponen su dictadura tiránica. Al anochecer los veo aparecer de la nada en bandadas, como en oleadas furiosas, por cientos. No sé de dónde vienen ni a dónde se dirigen. Pero parecen saberlo. Su aleteo es firme, sus formaciones recorren el boulevard d'Anvers con alguna intención decidida. Algunos pasan tan cerca de mi ventana que nuestras miradas se encuentran y recuerdo el Manuscrito Cuervo de Max Aub, esa historia donde los protagonistas son los cuervos y los hombres solo son lo que ocurre ahí abajo, entre el fango de un campo de prisioneros. Seres sagaces, los cuervos. Mientras fumo contraviniendo las instrucciones de la residencia en la que me alojo, imagino un mundo de ventanas cerradas donde esos pájaros funestos dominan la noche. Un mundo donde la canción de Luis Eduardo Aute, Al alba, resuena en los corazones atemorizados.
Frente a mi buhardilla, en un cuarto piso sin ascensor que castiga mis pulmones de fumador cada vez que subo con la compra del día, una chica escribe. Veo la luz de su mesa encenderse cada noche, a la misma hora. La iluminación de la pantalla de su ordenador le transmite un tono azulado a su rostro y la hace un poco irreal. Parece joven, aunque no logro distinguir con nitidez sus rasgos. Ya no soy nada sin gafas, ya no puedo leer ni escribir sin su soporte. Gafas, canas y una calma observadora, eso me regala el paso del tiempo. Tengo la sensación de que la chica también me observa a mí cuando trabajo, hasta tarde porque ya no duermo como antes. A veces al levantar la vista de mi libro o del cuaderno en el que tomo notas creo sorprenderla al otro lado de la calle mirándome. Quizá escribe sobre mí, sobre ese vecino extraño que abre la ventana para fumar con una taza de café en las manos y que parece fascinado con los cuervos. Puede que su vista todavía no esté tan deteriorada como la mía y sea capaz de percibir mi rostro anguloso, sin afeitar, despeinado, como un náufrago o un loco embebido por la escritura. Una noche levanté la mano y la saludé. No me respondió, tal vez no me vio, o quizá los gestos espontáneos son poco valorados en estas tierras. Como la mañana en que pasé la mano amistosamente sobre el hombro de cierto profesor universitario y se deshizo del gesto con una incomodidad que me hizo sentir profano, invasivo y ridículo.
Me gustaría hablar con ella, con la chica de la ventana; de nada en concreto. Pasó días enteros sin hablar con nadie, apenas con el camarero de la Nouvelle Poste, el bar donde escribo mis conferencias y este texto, donde se me congelan los dedos pero no renuncio a mi café en la terraza con mis pitillos. Intercambio de vez en cuando algunas palabras con la señora que gestiona la residencia. Le gusta recordarme que no soy de aquí, y lo hace discretamente, preguntándome cada vez que nos cruzamos si hablo un poco de francés. Su sonrisa condescendiente logra enfadarme más de lo que quisiera. Así que le repito vocalizando como un niño dos palabras: sábanas y toallas. El resto del tiempo, excepto cuando doy las conferencias en la BNU o los talleres de escritura en la universidad guardo silencio, de tal modo que a veces mi propia voz me sorprende.
Mi querido amigo y escritor único de la memoria democrática, Alfons Cervera, definió una vez ese síndrome del expatriado que sufrimos los escritores que pasamos tanto tiempo lejos de casa, de nuestras geografías emocionales y personales. Dormir, comer, escuchar y vivir en un entorno que por largo que sea siempre es provisional. A mí me gusta pensar que esa sensación de extranjería en la propia vida es inherente a todo ser humano dispuesto a explorar más allá de sus límites conocidos. Además, hay mucho de voluntario en este silencio, una imposición que me hago a mi mismo para obligarme a escuchar esa voz que sale de mi interior y que, en circunstancias cotidianas, soy capaz de esconder detrás del ruido. He empezado a escribir mi nueva novela. Será la más importante, la definitiva. Siempre lo son cuando están en estado embrionario, cuando todas las expectativas están sobre la mesa. Luego la realidad implacable de los números impone su ley, pero al menos ahora soy el dueño de mi destino, mientras esté creando seré el demiurgo que todo lo puede, que todo lo alcanza. Y necesito escucharme, pensarme, antes de dejarme llevar por las palabras y las páginas.
Soy amigo de la lluvia, pero algunos días luce el sol y siento una alegría renovada, salgo a correr escuchando la banda sonora de Fertinelli Il castrato por los canales, temprano, cuando los cisnes se están desperezando y el ejército de ciclistas todavía no ocupa las riveras. No quiero consumirme en un montón de pensamientos, necesito el cansancio físico para sentirme vivo. Me gusta estar de regreso, prepararme el desayuno, cuando la ciudad empieza a despertar. A esas horas, la ventana de mi vecina sigue apagada. Cuando el silencio es demasiado espeso visito a unos amigos que tienen una librería, cenamos juntos en La Patrie, hablamos de España, de Francia, de Europa, de libros secretos, de escritores que hemos conocido, que admiramos o detestamos. Parecemos conspiradores alrededor de una botella de vino, con los platos de cebolla con vinagre a medio terminar. Son momentos plácidos, donde siento esa fraternidad que llamo Europa, donde se mezclan el italiano, el árabe, el español, el inglés y por supuesto el francés. Ya no me da vergüenza mi acento, y yo mismo me presento a los que se nos unen en la tertulia con esa broma que antes era un insulto: je parle le français comme une vache espagnole.
Al regresar a casa rodeando el jardín botánico y el Palais apenas me cruzo con nadie, pero no me siento solo. Embutido en mi abrigo y en mi bufanda pienso en lo dicho y en lo escuchado, y reflexiono sobre los motivos por los que las buenas personas parecen estar retrocediendo ante la mezquindad colectiva. Me digo que escribiré algo al respecto en la novela en ciernes.
Es curioso, pero a medida que pasan las semanas me siento más y más a gusto en Alsacia. Hoy he viajado en tren más al norte, más allá de Metz, hasta casi la frontera con Luxemburgo. He acudido a la llamada de una lectora que es profesora de liceo en Thionville. Todos los estudiantes en el salón de actos, con tantas preguntas y tanta curiosidad, cada uno con un ejemplar de Toutes les vagues de l'ócean. ¿Cómo es posible que estos chicos y chicas lean una novela tan dura? De regreso en el tren me burlo de mi propia estrechez de miras: a los dieciséis años yo era tan presuntuoso que creía ser el único adolescente que había leído y entendido El Guardián entre el centeno de Sallinger.
Me gusta la niebla que bate los campos del norte, pienso que debajo de esta tierra hay más muertos que vivos sobre ella. Todas las tragedias de Europa han tenido estos campos por escenario. Pensando en eso me adormezco con la novela de Éric Reinhardt, L'amour et les fôrets en el regazo. Creo que sueño con Bénédicte Ombredanne, la heroína. Mi compañero de viaje, un joven con aire de estudiante de Ciencias Políticas, me toca ligeramente el hombro. Hemos llegado a Strasbourg.
Al llegar a la residencia me siento junto al calefactor a comer un poco del chocolate que me han traído Pascale y Dominique. Pienso en ellos, en dos poetas que no deberían renunciar a su grandeza. Me digo que tengo que regalarles un ejemplar de los Poemas de guerra de Miguel Hernández. Por la mañana iré a la plaza Kleber, tal vez encuentre una edición traducida.
Y de repente, el casco antiguo está cerrado por retenes y controles. Es el mercado de navidad, me cuentan. Un evento conocido en toda Francia. La ciudad se enciende con elegancia, nada que ver con la vulgaridad luminística de Las Vegas, las calles se engalanan, los restaurantes, la Catedral. Es como un cuento de hadas, si uno cierra los ojos ante los muchos pordioseros que duermen en los pórticos. Vino caliente, pistas de hielo, un árbol gigantesco. Me recuerda a mi primera visita a Nueva York. La navidad de mi infancia no era así, era mucho más austera. Pero también era cálida. He entrado en la catedral y me he sentado en un banco. Hacía mucho tiempo que no lo hacía, casi desde mi época de seminarista. Intentar hablar con Dios, o al menos, dejar que mi mente se eleve por encima de lo que cada día acontece. Escribir esta novela está removiéndome demasiado, abre grietas en la corteza de mi olvido.
Oigo a unos turistas españoles. No suelen abundar. Me acerco a ellos, los saludo. Son un matrimonio de Zaragoza, están de viaje de novios por Francia. Les habían hablado del mercado de Navidad y no querían perdérselo. Dicen no estar en absoluto decepcionados, Strasbourg les parece una ciudad preciosa. Estoy de acuerdo con ellos, les aconsejo que se tomen un chocolate en los bateaux. Y de repente, sin pensarlo mucho, les propongo tomar unas cervezas en otra catedral más ruidosa y estudiantil. La chatedral de la bierre. Aceptan entre risas, y coincidimos en que ya no es tan habitual en España este tipo de encuentros. Desconfiamos los unos de los otros, los extraños nos parecen peligrosos...pero aquí, lejos de casa, todo puede pasar. Él es abogado, ella periodista. Es ella quien me dice, al cabo de un rato, que tiene la sensación de conocerme. Les cuento quien soy y lo que estoy haciendo en Strasbourg. Hablamos de libros, de la situación política en España, de cómo funciona el sistema educativo superior. Compartimos unas hamburguesas y al final nos despedimos con un apretón de manos. Quieren comprar regalos para la familia. Estoy contento de que no me hayan pedido que nos hagamos una foto juntos.
Pronto pasarán los últimos días. Dicen que habrá huelga general en Francia, yo preparo mi última intervención en la BNU, esta vez en español. Miró el reloj, son las dos de la madrugada y repaso mis notas sobre Dostoieski. Me apetece fumar, despedirme de este bulevar silencioso, con sus edificios elegantes, de los cuervos que ahora duermen en los árboles que pierden las hojas. Pronto empezará a nevar. La chica de la ventana sigue trabajando. Veo su rostro auroleado por la luz del ordenador. Tal vez esté llegando al final de su historia, mientras yo estoy al principio de la mía.
Y entonces lo veo. Alza tímidamente la mano y me saluda.

© Víctor del Árbol
Octubre - diciembre de 2019.
Strasbourg

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