Eco era una ninfa del bosque, muy alegre y juguetona que solía entretener a la diosa Hera, mientras su esposo, Zeus, aprovechaba para usar todo tipo de disfraces y satisfacer sus más bajos instintos por ahí, con su lema de cabecera: ¡Todo bicho que camina, va a parar al asador! Eco era una oréade, una ninfa de la montaña, bellas criaturas de las ya hemos hablado en La Vida es Arte anteriormente.
Eco, provenía del monte Helicón y por sobre todas las cosas, amaba su propia voz. Fue criada por ninfas y educada por Musas.
De su boca salían las palabras más bellas jamás nombradas. Incluso aquellas palabras ordinarias, se oían agradables y placenteras cuando ella las expresaba. Esto molestaba a Hera, celosa de que Zeus, su marido, encantado con la muchacha y no sólo con su voz, pudiera cortejarla como a otras ninfas. Zeus, como ya hemos dicho, y que los dioses del Olimpo me perdonen, era un flor de sinvergüenza, no hacía ningún tipo de diferencias entre: mortales, dioses, semi dioses, hombres, mujeres, los encaraba a todos papi chulo. Todos los caminos conducían al placer, el suyo. Y Eco no fue la excepción, Zeus también tocó a esa puerta, pero lógicamente cuando Hera descubrió el engaño, y luego de pensar en una pena ejemplar para esta traición, castigó a Eco quitándole su preciado tesoro: su voz, obligándola a repetir la última palabra que decía la persona con la que mantuviera una conversación. Incapaz de tomar la iniciativa en una charla y limitada solo a repetir las palabras ajenas, Eco se tuvo que apartar del trato humano. Asustada y maldita, Eco abandonó los bosques que solía habitar y se recluyó en una cueva cerca de un riachuelo.

Escondida del mundo, Eco se enamoró del agraciado pastor Narciso, hijo de la ninfa Liríope de Tespias y del dios-río Céfiso.
Narciso era un joven de gran belleza. Al nacer, el adivino Tiresias predijo a su madre, que si Narciso veía su propia imagen reflejada, ésto causaría su perdición. Advertida, su madre evitó siempre espejos y demás objetos en los que Narciso pudiera verse reflejado.
Así, creció ignorando la enorme belleza con la que había nacido y se volvió un muchacho muy introvertido. Le gustaba dar largas caminatas, sumergido en sus pensamientos, por el bosque.
Eco, ya le había echado el ojo hacía un tiempo y había quedado bien loquita con el muchacho.
Narciso repetía siempre su paseo cerca de la cueva de Eco, y ella lo esperaba para seguirlo de lejos y admirarlo. Un día, sin darse cuenta, la ninfa pisó una ramita seca y el ruido hizo que Narciso la descubriera. Sorprendido, le preguntó que hacía allí y por qué lo seguía, pero ella, debido a la maldición de Hera, no pudo más que repetir las últimas palabras que el decía. Él continuó hablando y ella repitiendo, sin poder decir lo que realmente quería.
Finalmente, y con ayuda de los animales del bosque, Eco pudo confesarle su amor a Narciso. Esperanzada en ser correspondida, la pobre Eco, sólo recibió de parte de Narciso y risas y burlas por su condición.
Con el corazón roto, Eco regresó a su cueva llorando, desconsolada. Allí, permaneció sin moverse, repitiendo las últimas palabras de Narciso: “tonta… tonta… tonta...” Consumida en su dolor y volviéndose una con la cueva, solo su voz, quedó flotando en el ambiente.

Sin embargo, Narciso no salió impune. La diosa Némesis, una de las diosas primordiales que repartía justicia retributiva, había presenciado todo, y apiadándose de Eco, aprovechó uno de los paseos de Narciso para despertar en él una poderosa sed. El joven recordó el riachuelo junto a la cueva de Eco y al beber de él, vio su imagen reflejada en el agua. Tal como había predicho Tiresias, su propia imagen causó su perdición, pues quedó tan admirado de ésta que se ahogó al querer reunirse con su amado reflejo en el agua. Allí donde él murió, surgió una flor que lleva su nombre: el Narciso, que crece sobre las aguas, reflejándose en ellas. En el bosque a veces se escucha una suave y dulce voz que susurra: Tonta... Tonta... Tonta...

Esta pintura de Alexander Cabanel muestra a la ninfa con la boca abierta y las manos en los oídos, espantada por sus propios sonidos reverberantes, y la horrible maldición de la que fue objeto. La elegante imagen y el pulido manejo de la figura personifican el estilo característico de la influyente Academia de Bellas Artes de Francia. Los críticos del siglo XIX a menudo consideraban que tales retratos idealizados del desnudo no eran convincentes, pero muchos espectadores los preferían a las representaciones más realistas, obras que consideraban por demás indecorosas.

La Obra:
Eco
Artista: Alexandre Cabanel

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