La prostitución en la antigua Roma.

La prostitución en la Roma clásica, era entendida como un bien social y necesario.
El que, sin duda, es el oficio más antiguo del mundo, era ejercido en la capital del Imperio tanto por hombres como por mujeres de distinto rango social. Estos profesionales del sexo ofrecían sus servicios siguiendo las costumbres sexuales de una sociedad como la romana, donde los mayores tabúes eran el sexo oral y el hecho de asumir el rol de pasivo.
En la antigua sociedad romana el peor crimen que podía cometer una mujer era el adulterio. Sometida a los dictados del pater familias (cabeza de familia), éste podía repudiarla si la sorprendía y hasta hacerla ejecutar.
Por contra, los esposos podían echar “una canita al aire” en los lupanares, auténticos prostíbulos y antros de vicio que, en gran medida, contribuían al desahogo de los más bajos instintos sexuales, evitando muchas infidelidades.
Los burdeles romanos estaban pobremente ventilados e iluminados y presentaban un aspecto sucio y descuidado.
En ellos, había una zona de recepción abierta a la calle, separada por una cortina; en el interior, las prostitutas se movían vestidas con gasas o desnudas para poder ser inspeccionadas por los potenciales clientes, o podían estar sentadas en sillas o sillones. Cada una, disponía de una habitación amueblada con una cama, ya fuese de madera o ladrillo. Las mujeres se anunciaban según su especialidad en la zona de recepción. Ninguna estancia disponía de cortina ni ventana por lo que la privacidad no se cuidaba demasiado.
La de la prostituta era una vida dura, cuando no desesperada, ya fuesen esclavas o mujeres libres. La propia palabra prostituta viene de "pro statuere", esto es, estar colocado delante, mostrarse.
Los burdeles eran antros de vicio, relativamente baratos, a los que podían acceder las clases medias. Las tarifas que se cobraban por un servicio podían equivaler a las de una copa en un taberna.
A la larga, parece que muchas meretrices eran libertas, así que no solo habrían ganado lo suficiente para comprar su libertad, sino que continuaban en el oficio una vez libres. Otras se convertían en madames y seguían en la profesión de manera indirecta.
Cuando la afluencia de esclavas germanas de largas cabelleras rubias excitaba la curiosidad de los romanos, se extendió la costumbre de distinguir a las meretrices por el color de su pelo, siendo obligadas por ley a lucir pelucas rubias para diferenciarse.
La ley no perseguía a las prostitutas romanas porque no violaban la ley, pero éstas carecían de ciertos privilegios: no podían contraer matrimonio con romanos libres (probrosae), y tampoco podían redactar testamento ni recibir herencia (infamia). No obstante, el libertinaje sexual de las meretrices era sinónimo de deshonra.
A mediados del siglo I, sus servicios comenzaron a ser gravados de manera que tenían que abonar un impuesto.
Además de pagar sus impuestos, las prostitutas tenían que inscribirse en los registros para ofrecer su actividad y hasta tenían su propio día de fiesta anual que celebraban el 23 de diciembre.
El verbo fornicar proviene de la denominada fornices, que eran las celdas donde las prostitutas recibían a sus clientes. Las arcadas de grandes edificios públicos también llamadas fornices, como teatros y anfiteatros, eran también un lugar de encuentro habitual.
En el mundo romano existian ciertas distinciones entre las mujeres dedicadas a esta vieja profesión:
La "pala", que no podía permitirse elegir, aceptaba a cualquiera que pudiera pagar el precio demandado.
La prostituta algo más refinada era la "delicatae", que entregaba su cuerpo a quien ella quería.
Las "copae", eran las que se ofrecían en las tabernas o cauponas, y la "meretrix", digamos la empresaria que obtenía beneficios del oficio.
El proxeneta era omnipresente. Éste o ésta (los había de ambos sexos) organizaba, controlaba y explotaba a las prostitutas. Conocido como "Leno", se encargaba de mantener el orden y cobraba una comisión del servicio a cada prostituta. Recaudaba personalmente o como agente de un inversor adinerado gran parte de los ingresos de una chica, como mínimo una tercera parte, pero muy probablemente más.
Si le facilitaban habitación, ropa o comida, las prostitutas tenían que pagarlas de sus ganancias.
Por prestar sus servicios, las chicas cobraban precios muy diferentes. Pero lo habitual eran precios muy bajos, alrededor de un cuarto de denario. Los abusos físicos por parte de los clientes eran habituales. El exceso de prácticas sexuales provocaba graves infecciones, sobre todo del tracto urinario, así como lesiones vaginales y anales.
Si bien la prostitución estuvo mal vista en Roma, los lupanares o burdeles tenían un papel esencial y se multiplicaron en las ciudades del Imperio y, a juzgar por los testimonios que permanecen en la ciudad de Pompeya, en número suficiente como para cubrir las necesidades de toda la población.
Se calcula que en el primer siglo de nuestra era, podían haber en Roma en torno a las 32.000 personas que ejercían la prostitución.
La sociedad romana pecó de una considerable hipocresía. El desdeño que inspira la prostitución se mantiene en la actualidad, a pesar de que hoy, como en la antigua Roma, es la propia sociedad la que demanda este tipo de servicios.
Las monedas que servían para pagar los servicios y que eran cambiadas por dinero de curso legal dentro del local. Estas monedas solo eran válidas dentro del lupanar.

Venus, diosa de la belleza, el sexo y el amor.

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