No me gusta la Semana Santa. Ni mucho menos lo que representa. Soy de la opinión que cada uno puede hacer en su casa lo que quiera mientras que no sea ilegal. Por tanto, la fe vivida en el interior de cuatro paredes no me molesta, sino que me causa una profunda indiferencia. Sin embargo, cuando por culpa de las prácticas religiosas de unos pocos mi forma de vida cambia durante una semana, me cabrea demasiado. No tengo que aguantar que por las convicciones de cada vez menos personas tenga que estar aguantando a una banda musical en la puerta de mi casa o no poder aparcar en los también cada vez menos espacios destinados a tal efecto.

Es estupendo que se celebre una fecha tan importante para algunos. No seré yo la que diga que no. Pero igual que los no religiosos comprendemos y respetamos las creencias de otros, también pido respeto para nosotros. Por tanto, si nos fijamos en la parte social de esta semana, el balance es calles cortadas al tráfico, menos aparcamiento, gasto de dinero público, ruido hasta altas horas de la mañana y cera en las calles. Y eso para una fiesta que no comparto. Toma ya. En un mundo en crisis se nos insta a acudir a una religión para recobrar la fe. Sin embargo, cuando se mira a esa religión se ve cosas como la pederastia, acopio de riqueza y un poder feudal. Y más cosas que tendrán que salir. Cuando se busca en la basura sale de todo. Y nadie se libra.

A todos los religiosos me gustaría decirles que cuando pase su procesión por el Gran Eje, por ejemplo, miren a la cantidad de mendigos que hay. Siempre son los mismos y están en el mismo sitio. Pero el día de procesión no estarán porque la calle estará llena de personas mayores con abrigos caros, gafas de sol de marca y fumando el tabaco más caro del mercado. Esas personas estarán mirando a un trozo de madera emocionados, sintiéndose lleno de amor por dentro. Quizás si desviasen la mirada hacia el hueco dónde debería de estar un mendigo y se dejasen de tonterías se sentirían mejor. Sigan ustedes mirando a la madera, que igual se mueve.
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