Los amantes y el tarot.
Isabella visitó a una echadora de cartas y le preguntó por su amor verdadero. La tarotista pronosticó: "Veo a tu amor rodeado de frío, de hielo, de nieve... Allí te espera".
Darío fue a la consulta de una adivina para saber dónde buscar a su verdadero amor y ella le respondió: "Enmedio del agua, del mar, quizás en un lago... Allí está ella".
Isabella comenzó a ahorrar para un viaje por los fiordos noruegos, intentó aprender las frases más usadas en finés y se apuntó a un club de lectura de autores suecos.
Darío decidió que era ridículo enamorarse de una sirena viviendo en tierra firme y siguió su vida cotidiana, cuyo momento más placentero era la visita de Isabella a su tienda para llevarse el pan.
Después de muchos meses de pensarlo, y de pasar las noches venerando la imagen de Isabella, y los días esperando sentir sus pasos alterando el ritmo de su corazón, decidió confesarle que se encontraba irremediablemente enfermo de amor.
Isabella le agradeció el detalle igual que cuando le añadía unas rosquillas nuevas a su pedido de pan. Al ver la tristeza que se abría en los ojos de Darío, le ofreció una explicación:
—No me importaría salir con un buen mozo como usted, Darío. Pero llevo nueve meses carteándome con mi prometido y hoy mismo abandona la plataforma petrolífera donde trabaja en el Ártico para venir a casarse conmigo.
—Siendo así -dijo Darío-, no tengo otra que desearle felicidad eterna.
—Lo mismo le deseo para usted, verá cómo su corazón encuentra pronto compañía.
Y se dieron un abrazo que, extrañamente, resultó cálido y poderoso como el de dos amantes separados a la fuerza.
Al día siguiente, Darío no fue a trabajar. Se quedó en casa, pues se notaba enfermo. Se sentía morir de frío. Pero no tenía ganas de encender la estufa ni de hacerse una sopa. De alguna manera, el frío le dolía menos que el saber que nunca tendría a Isabella.
Lo encontraron al día siguiente, porque tampoco había acudido a abrir la tienda. El forense que asistió al levantamiento estaba perplejo:
"El cadáver presenta todos los síntomas propios de la congelación. A su lado hemos recogido incluso algunos cristales de hielo. Fuera del apartamento, la temperatura es normal, pero dentro se diría que puede nevar en cualquier instante".
Isabella aguardó a su amado repasando sus frases de finés. Su prometido no llegó. Llamó para comprobar que el barco no hubiera sufrido ningún accidente y descubrió que, en efecto, había atracado en puerto según lo previsto, pero nunca había tenido registrado un pasajero con el nombre de su novio epistolar.
De todos modos, ella decidió esperar con la casa llena de flores y su mejor vestido puesto, vaporoso y blanco. En el pelo llevaba una diadema que ella misma había trenzado, con cuerda de algas secas, caracolas, perlas falsas y estrellas de mar. Como una sirena de tierra en el día de su boda.
Las horas y las lágrimas empezaban a borrar el maquillaje de la novia. Según iba comprendiendo que nunca había sido amada por aquel nombre falso, le nacían lágrimas y más lágrimas de una decepción más profunda que el océano. Las lágrimas se desbordaron en un llanto sin control, hecho de rabia y tristeza, y también de sueños de agua.
Las flores se ahogaban en aquel lago creciente de lágrimas, pero Isabella no podía dejar de llorar, hasta que ella misma empezó a quedar cubierta por el agua salada. Las algas trenzadas de su corona se deshilachaban en el agua y revivían como dóciles plantas de mar. Isabella mientras se marchitaba, ya no tenía esperanza, ya no le quedaban fuerzas. No hizo el menor intento de respirar. Murió ahogada en su acuífera pena.
Irela Perea
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