En la vida, dejamos atrás a personas de dos formas.



Curiosamente, la primera y más evidente tiene que ver con el fin. Con la muerte, en todas sus formas y modos, en su injusta manía de arañar almas, siempre el día menos pensado e inoportuno. Deja, según quien la ha visto llegar y marcharse sin pagar, paz al que se marcha y un dolor para los que se quedan, que solo la fragilidad de la memoria es capaz de disipar, pero jamás borrar con el tiempo.

La segunda, sin embargo, es más cruel incluso. Son aquellas personas que se marchan y que siguen respirando. Que siguen viviendo en otros brazos, que siguen sonriéndole a otros ojos, que siguen acariciando, ya otras manos. Es una muerte en vida que nos retuerce un nudo en el estómago. Y que nos trae una dosis de arrepentimiento de tanto en cuando. Lo que no hicimos, lo que no dijimos. Lo que callamos, lo que damos por sentado. En resumen, todo lo que hicimos y no hicimos para encontrarnos donde estamos.

A veces las dejamos atrás, pero otras veces las dejamos marchar. O girar a izquierda o a derecha, a norte o sur. La mayoría de las veces porque sentimos que no queremos ir allá donde ellas se marchan.

Es duro ver doblar la esquina, mirar atrás o ver cómo se marchan a lo lejos. Y saber que no van a volver, o que no vamos a renunciar a donde queremos llegar.

Eso es tan cruel como valiente. Es un amago de personalidad bien entendida, de comprender que hay veces que las personas llegan para caminar con nosotros un tramo, que siempre sabemos dónde comienza y que, a veces, terminó antes de que supiésemos que ya seguíamos andando. Solos.

Alejandro Sotodosos



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